EL SANEDRÍN DE CAIFÁS. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro del Colegio Nacional de Periodistas

 

Temístocles Ortega, el magistrado de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura que saltó a la política y llegó a ser elegido Gobernador del Cauca era antes, cuando todavía los fiscales colombianos podían directamente -esto es, sin la intervención de un juez- mandar personas a la cárcel, un fiscal contra cuyas decisiones arbitrarias había abogados que osaban rebelarse haciendo gala de eso que antes -cuando tal cosa existía- llamaban valor civil, y en ejercicio de eso que antes -cuando tal cosa existía-, es decir, en los tiempos de Jorge Eliécer Gaitán, de José Camacho Carreño, de Manuel Serrano Blanco, de José María Rojas Garrido, de Antonio José Restrepo, de Carlos Lozano y Lozano, de Guillermo Valencia (que no era abogado), o de Laureano Gómez (que tampoco lo era) se llamaba elocuencia.

Uno de aquellos valerosos abogados -de quien solo recuerdo que se apellidaba Pájaro- demostró, ante el superior jerárquico de Temístocles, lo abiertamente ilegal de una decisión tomada por él contra los intereses de un hombre inocente.

Y era que Temístocles, quien debió declararse impedido para conocer de aquel caso, porque ya antes había emitido opiniones en contra del procesado, por lo cual su criterio ya no era imparcial, no lo hizo. Entonces, el colega lo recusó y, aunque Temístocles no aceptó tampoco la recusación, su superior jerárquico sí la encontró plenamente procedente y, en efecto, la declaró fundada y lo separó del caso, como se dice popularmente “a la brava”. La investigación penal contra el procesado al que defendía el doctor Pájaro -ya en manos de otro fiscal distinto de Temístocles- terminó con preclusión de la investigación a su favor, vale decir, que le fue reconocida su inocencia.

Empero, Tesmístocles ya había dispuesto, desde antes de aquel contundente triunfo judicial del colega, la consabida compulsa de copias para que se le investigara disciplinariamente. Como era obvio que sucediera, la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura -de la que ya para entonces formaba parte Temístocles- sancionó al abogado, mientras que, en cambio, no hubo una sola palabra de reproche contra el arbitrario fiscal, y ahora compañero suyo de Sala, quien, obligado a separarse de un caso, en actitud desafiante se negó a hacerlo. Y es que aquí rige aquello que hace muchos años cantaban las Hermanas Padilla de que “Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata“. (Hagamos una refrescante pausa musical y recordemos esa vieja canción, aprendida por mí del extenso repertorio que cantaba en nuestra casa mi mamá).

 

 

Continuemos:

El abogado sancionado por los camaradas de Temístocles acudió, entonces, a la acción de tutela.

La tutela, como también era obvio que sucediera, le fue denegada en primera y en segunda instancia, con el consabido argumento de que contra providencias judiciales la tutela no era procedente. En realidad, la cosa tenía más fondo: de acuerdo con una absurda norma dictada en el año 2000, y que a pesar de haber sido declarada inconstitucional siguió -y sigue- rigiendo en Colombia, las tutelas contra la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura las conoce, tramita y decide la misma Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura.

 

 

Sucedió, sin embargo, que la Corte Constitucional – como cosa rara – la seleccionó para revisión. Ello, como era obvio, le hizo suponer al valeroso colega, a su familia y a sus amigos, que la inicua sanción impuesta por los camaradas de Temístocles contra quien había osado decirle un par de verdades sería estudiada a fondo y, seguramente, dejada sin efecto.

Más esperanza debió haberles producido el saber que dentro de la Corte Constitucional le había correspondido redactar la ponencia nada más ni nada menos que al expresidente de esa corporación Nilson Pinilla Pinilla. Sí: al santandereano (de Barrancabermeja) que había salido a los medios de comunicación a denunciar públicamente que la susodicha Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura (o sea, la de Temístocles Ortega y su combo; es decir, la que había sancionado al valiente jurista) era un “organismo descompuesto” donde se estaban produciendo decisiones “muy preocupantes”.

Pero más esperanzador debió ser para aquel digno abogado, que lo único que había hecho era ejercer la libertad de expresión dentro de un país democrático, el saber que, antes de estudiar su caso, esa misma Corte Constitucional que ahora decidiría sobre su tutela, al resolver la que otro abogado -del que apenas recuerdo que se apellidaba De la Ossa- interpuso contra la susodicha Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, había dejado en claro cómo, al igual que en el sanedrín judío presidido por el hipócrita y teatral Caifás, en el omnipotente sanedrín de la Sala Disciplinaria colombiana se rasgaban las vestiduras y se escandalizaban sus miembros por conductas de abogados que, simplemente, no hicieron jamás otra cosa que ceñirse a lo que disponían las normas que el mismísimo Ministerio de Justicia dictó, como lo era la Resolución No. 20 del 20 de enero de 1992 por medio de la cual se aprobaron las tarifas profesionales para el Colegio Nacional de Abogados.

 

 

En efecto, el sanedrín de Temístocles Ortega, de Ovidio Claros Claros (por estos días candidato a la Cámara de Representantes por el partido Cambio Radical, luego de haberse visto involucrado en el vergonzoso escándalo del “carrusel de las pensiones”), de Henry Villarraga Oliveros (quien tuvo que renunciar, envuelto en un escándalo nacional por corrupción y cuya “chiamata del correo” o delación del cómplice, hecha en elocuente y oportuno salvamento de voto, casualmente en un caso mío, me desnudó la gran verdad de que en la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura de Colombia eso de ponerse a estudiar a fondo las quejas de los abogados contra los jueces y magistrados no era cosa en la que se pusieran a perder el tiempo) y, en fin, de los togados a quienes la revista Semana denunció, a escala nacional y con carátula incluida, como incursos en el tristemente célebre “carrusel” con el que venían tumbando al Estado a punta de “palomitas”, había sancionado al abogado De la Ossa por haberle cobrado a una alcaldía municipal, concretamente a la de Tolú, a título de honorarios profesionales, el porcentaje que, sobre los eventuales resultados favorables del pleito (una reclamación por regalías), habían pactado previamente alcaldía y abogado, en contrato que tenía rúbricas y sellos notariales, porcentaje aquel que estaba dentro del rango legalmente permitido, esto es, dentro del rango permitido por la Resolución No. 20 del 20 de enero de 1992. Pero además -dijo la todopoderosa Sala Disciplinaria- lo sancionaba por haberse negado el colega a acceder a las exigencias del alcalde contratante según las cuales el letrado tenía que haberle rebajado los honorarios por obligación, ya que dentro del proceso se había llegado a un acuerdo conciliatorio.

En síntesis, la Sala Disciplinaria había sancionado al colega De la Ossa por dizque haber cobrado por su trabajo profesional unos honorarios “desproporcionados”.

La Corte Constitucional había dejado sin efecto aquella “ejemplarizante” sanción con dos argumentos contundentes: en primer lugar, el de que, antes por el contrario, el abogado pudo haber cobrado mucho más, pues el rango establecido en la resolución se lo permitía; y, en segundo lugar, en ninguna parte de dicha resolución decía que el abogado estuviera obligado a rebajar los honorarios por el hecho de que se llegara a un acuerdo conciliatorio.

Ese, como digo, era el antecedente que demostraba que la arbitrariedad rondaba dentro del Palacio de Justicia de Bogotá, por los pasillos de la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura.

Sin embargo, en la nueva oportunidad, es decir, en la oportunidad del jurista sancionado por decirle a Temístocles lo que Temístocles había hecho, la Corte Constitucional ya no se puso de parte del abogado litigante; por el contrario, el magistrado Pinilla y su cohorte se fueron de parte de Temístocles. Dijeron que si bien era evidente que el fiscal Ortega había torcido el recto entendimiento de la ley al proferir la decisión que el abogado le cuestionó, este ha debido, simplemente, limitarse a impugnar la providencia absteniéndose de criticar la conducta del fiscal.

Es decir, dijo la Corte que el abogado había criticado la criticable conducta del fiscal y eso -criticar lo criticable- le estaba permitido en Colombia a todo el mundo, menos a los abogados.

 

 

En otras palabras, según el locuaz magistrado Pinilla, y según la Corte Constitucional -que le dio pleno respaldo a su ponencia a favor de Temístocles-, en este país los únicos que, ante los errores garrafales, los abusos y las tropelías de los jueces, los magistrados, los fiscales y demás servidores públicos, carecen de libertad de expresión son los abogados. O sea, que si un abogado hubiese sido el de la publicitada frase del magistrado Pinilla según la cual la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura era “un organismo descompuesto” donde se estaban profiriendo “decisiones preocupantes”, le debería haber caído todo el peso del garrote disciplinario del Estado por “irrespetuoso”.

 

 

Ni el más mínimo reproche hubo por parte de la Corte Constitucional -como no lo había habido por parte del Consejo Superior de la Judicatura- a la reprobable actitud del fiscal Temístocles. Actitud que, dicho sea de paso, es la misma de muchos funcionarios judiciales, que se niegan a declararse impedidos, ni tampoco aceptan las recusaciones, y luego se desquitan de quien osó recusarlos, convirtiendo los procesos, no en el canal de expresión de la justicia, sino en el instrumento idóneo para cobrarse antipatías personales.

Pues bien: a juzgar por lo que se está divulgando en estos días, ni aquel abogado sancionado a instancias de él es el único que ha cuestionado la conducta oficial de Temístocles, ni aquella reprobable actuación suya como fiscal, la misma que le tumbó estruendosamente su superior jerárquico por ser abiertamente violatoria de la ley, es el único proceder censurable en que ha ocurrido este incansable servidor de la Patria.

Y es que hoy, años después de aquel impune abuso de autoridad, de aquella encerrona consumada por los más poderosos contra el más frágil, de aquel “operativo envolvente” contra un abogado solitario, de aquella impúdica censura a la libertad de expresión contra alguien que, simplemente, ejerció su derecho a la elocuencia, a escribir con agudeza, a llamar pan al pan y vino al vino, vuelve otra vez a sonar el nombre de Temístocles.

Y no precisamente porque por estos días se esté distinguiendo como merecedor de la Cruz de Boyacá.

(Aunque, la verdad sea dicha, debemos irnos preparando para el día en que se la otorguen, pues en este país de… (¿cómo fue que lo llamó César Augusto Londoño?) ya nada debe extrañarnos.

Por ahora, den clic izquierdo encima del enlace.

http://www.semana.com/opinion/articulo/maria-jimena-duzan-bustos-el-apoderado/539458

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