José A. Morales nació en el Socorro, no en Tocaima, ni en Guaduas, ni en ninguna otra parte [I]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Santander

Óscar Gómez —así no más, con un nombre y un apellido— es un compositor y productor discográfico cubano residente en España y cuyas canciones han grabado artistas de la talla de Julio Iglesias, Joan Manuel Serrat o Plácido Domingo. Oscar Gómez era el dueño del Hotel Sompallón, de Santa Marta, un modesto albergue, con cara de motel, contiguo al muelle, donde tuve que hospedarme una noche porque no conseguí cupo en El Rodadero ni en el resto de la ciudad. Oscar Gómez es un cirujano plástico de Cali. Óscar Gómez era un árbitro de fútbol adscrito a la Dimayor.

Óscar Gómez Gómez (con los dos apellidos) se llamaba un estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB) que en diciembre de 1980 me puso a tambalear mi grado porque cuando fui a la biblioteca por el paz y salvo —requisito indispensable para ser incluido en la ceremonia de graduación del siguiente 19 de diciembre—, me encontré con que debía dos libros desde hacía mucho tiempo y no solo me exigieron devolver las obras, sino además pagar una multa, hasta que se verificó que yo no era.

Oscar Humberto Gómez Gómez (con los dos nombres y los dos apellidos) es el actual alcalde del municipio de Santa Helena (Usulután) en la república centroamericana de El Salvador; además es escritor y, para más señas, en este portal ustedes encontrarán publicados tres cuentos suyos.

Pues bien: yo jamás fui árbitro de fútbol, excepto cuando en la zona verde de nuestra casa dirigía los partidos que jugaban mis hijos. No le he compuesto canción alguna ni a Julio Iglesias, ni a Joan Manuel Serrat, ni a Plácido Domingo, ni a nadie. No tengo hotel ni motel alguno en Santa Marta, ni en ninguna parte. Jamás presté libros en la biblioteca de la universidad, ni mucho menos me los llevé para la casa. No soy médico, mucho menos cirujano, y mucho menos cirujano plástico, ni he vivido jamás en Cali. Nunca he pisado siquiera suelo salvadoreño, ni soy alcalde, ni lo he sido, ni de Santa Elena, ni de ninguna parte.

Estas precisiones, a propósito de los nombres “Dolores López” y “José Alejandro López”, que aparecen en una partida de bautizo sentada en la parroquia de Tocaima (Cundinamarca) y que se pretende presentar, sin posibilidad de discusión alguna, como la del compositor José Alejandro Morales López, como si no existieran los homónimos y como si no fuera necesario, debido a ello, contar con otros datos adicionales además del nombre y el apellido para individualizar a una persona.

La precitada partida de bautizo nos fue enviada —como quienes vienen siguiendo el debate sobre el lugar de nacimiento de José A. Morales lo saben— por don Jaime Rico Salazar, quien con base en ella —y contradiciéndose a sí mismo, como se demostrará más adelante— concluye que José A. Morales no nació en el Socorro, sino en Tocaima. El documento aparece publicado en anterior entrada de este portal referida al tema.

Si se observa dicha partida de bautizo con detenimiento, sin embargo, se verá que ella no sugiere siquiera el apellido Morales. Pero, además, se verá que la fecha del bautizo corresponde al año 1910, es decir, tres años antes del año 1913, año en el que, según el otro documento que, igualmente, nos envía don Jaime —y según su cédula de ciudadanía laminada— nació el compositor.

Como a nadie lo bautizan sin siquiera haber nacido, se concluye, de entrada, que esa partida no puede corresponder a la de José A. Morales, por obvias razones de imposibilidad temporal.

 

Ahora bien: se dice que el padre de José A. Morales se llamaba Marco Tulio MORALES.

Veamos si ello es cierto.

La verdad suele ser obstinada y termina colándose, como el sol, por cualquier rendija. Una de esas rendijas por donde se cuelan los rayos de sol de la verdad son los llamados “actos fallidos”, uno de los cuales, conforme lo explica Sigmund Freud, es el lapsus.

El lapsus puede ocurrir al escribir (lapsus cálami) o al hablar (lapsus linguae).

Estos “actos fallidos” son los que han causado más de un divorcio —o algo peor— cuando, por ejemplo, el esposo que le está siendo infiel a su esposa, por nombrarla a ella, termina mencionando el nombre de su amante.

Sigmund Freud lo explica con perfecta claridad al señalar que “(…) los actos fallidos son actos psíquicos resultantes de la interferencia de dos intenciones”. (FREUD, Sigmund. Introducción al Psicoanálisis. Volumen I. Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres. Editorial Sarpe S.A. Madrid / España. 1984, p. 78).

Escribe Freud:

“2. Los actos fallidos

Comenzaremos esta segunda lección (…) con una investigación, eligiendo como objeto de la misma determinados fenómenos muy frecuentes y conocidos, pero insuficientemente apreciados, que no pueden considerarse como producto de un estado patológico, puesto que son observables en toda persona normal. Son estos fenómenos aquellos a los que nosotros damos el nombre de funciones fallidas (Fehlleistungen) o actos fallidos (Fehlhandlungen) y que se producen cuando una persona dice una palabra por otra (Versprechen = equivocación oral), escribe cosa distinta de lo que tenía intención de escribir (Verschreiben = equivocación en la escritura), lee en un texto impreso o manuscrito algo distinto de lo que en el mismo aparece (Verlesen = equivocación en la lectura o falsa lectura), u oye cosa diferente de lo que se dice (Verhören = falsa audición), claro que sin que en este último caso exista una perturbación orgánica de sus facultades auditivas”.  (ob. cit., p. 40).

 

La psicóloga colombiana Natalia Consuegra Anaya, de la Universidad Javeriana de Bogotá, define en forma tan sencilla como contundente en qué consiste el acto fallido:

Acto fallido: acto que se manifiesta de forma contraria a la intención original de la persona que lo realiza. Acto mediante el cual un sujeto, a pesar suyo, reemplaza por una acción o una conducta imprevistas el proyecto al que apuntaba deliberadamente. (…) El acto fallido, o acto accidental, se convierte en el equivalente de un síntoma, en la medida en que es un compromiso entre la intención consciente del sujeto y su deseo inconsciente“. (CONSUEGRA ANAYA, Natalia. Diccionario de Psicología. Segunda edición. Ecoe ediciones. Bogotá (D.C.). 2010, p. 4. La negrilla es del texto; los subrayados son míos).

 

Es evidente que cuando se estaba elaborando el documento que como anexo de su polémica carta nos remitió don Jaime Rico Salazar (no la partida de bautizo, sino el otro -véase el documento en la anterior entrada) alguien —la persona que dictaba los datos o la persona que los copiaba y conocía personalmente a quien se los dictaba y el asunto sobre el cual lo hacía— incurrió en un “lapsus“.

Si se observa con atención el documento, se descubrirá, en efecto, que el nombre que se anotó originalmente NO FUE EL DE NINGÚN MARCO TULIO MORALES, sino el de un tal MARCO TULIO HERNÁNDEZ (véase el documento), y claramente se ve que el apellido HERNÁNDEZ fue tachado a mano y se escribió al lado el apellido MORALES.

En primer lugar, esa tachadura no solo no puede imputársele a nadie en particular, pues no aparece la salvedad correspondiente al pie del documento por parte de la autoridad que lo expidió, ni hay tampoco un resultado positivo de prueba grafológica que indique que esa tachadura y la letra son de una persona determinada. Lo que ordena la ley es que si un documento aparece tachado o con enmendaduras debe ser desechada la parte tachada o enmendada, vale decir, que no ha de tenérsele en cuenta absolutamente para nada.

Vale la pena leer la norma pertinente del Código de Procedimiento Civil de Colombia:

“Los documentos rotos, raspados o parcialmente destruidos, se apreciarán de acuerdo con las reglas de la sana crítica; las partes enmendadas o interlineadas se desecharán, a menos que las hubiere salvado bajo su firma quien suscribió o autorizó el documento” (Artículo 261).

Este código data del año 1970, esto es, de hace cuarenta y cinco años. Antes de existir dicho código, es decir, el Código de Procedimiento Civil, existía el Código Judicial, Ley 105 de 1931. Este código, en su artículo 652 decía:

“ARTÍCULO 652.- Los instrumentos originales o en copia, rotos, enmendados, suplantados, o alterados en parte sustancial de su contenido, no se estiman como prueba, excepto en los casos siguientes:

1o. Cuando la alteración o defecto provenga de algún acontecimiento extraño a la intención del interesado debidamente establecido.

2o. Cuando no sea posible reponer el documento y pueda conocerse su contenido primitivo; y

3o. Cuando las enmendaduras o alteraciones se hayan salvado por medio de notas puestas al margen o al fin, suscritas por las partes obligadas, o por el funcionario que haya expedido la copia”.

O sea, que ni de cuarenta y cinco años para acá, ni de ochenta y cuatro años para acá se ha aceptado que un mero tachón y una mera enmendadura cambie el contenido de un documento.

Y no podría ser de otra manera, porque ni más faltaba que cualquier persona pudiera con solo tachar un documento con bolígrafo o estilógrafo y escribirle a mano encima lo que se le viniera en gana, cambiar el texto del mismo y hacerle producir otras consecuencias jurídicas distintas.

Incomprensible resulta, además, que si alguien estaba interesado en rectificar el contenido del documento donde la autoridad había anotado el apellido HERNÁNDEZ en lugar del apellido MORALES como el apellido del padre, no hubiese acudido, como era obvio, como lo haría cualquier persona, a la autoridad que lo había expedido, sino que se hubiese limitado a tacharlo y a enmendarlo con estilógrafo y con su propio puño y letra, cuando el más elemental sentido común indicaba que de esa forma el documento quedaba exactamente igual.

 

Así que el nombre exacto del tal Marco Tulio era Marco Tulio HERNÁNDEZ, no Marco Tulio MORALES, y es evidente de toda evidencia que al querer escribirse en el documento el apellido de Marco Tulio —que claramente se percibe era persona conocida de quien dictaba y de quien copiaba—, sucedió lo del esposo infiel del ejemplo.

Volvamos a Freud:

“Hasta aquí hemos hablado siempre de actos fallidos, pero ahora nos parece ver que tales actos se presentan algunas veces como totalmente correctos, sólo que sustituyendo a los que esperábamos o nos proponíamos“. Este sentido propio del acto fallido aparece en determinados casos en una manera evidente e irrecusable”.(Ob. cit., p.p. 51 – 52).

“Si conseguimos demostrar que las equivocaciones orales que presentan un sentido, lejos de constituir una excepción, son, por el contrario, muy frecuentes, este sentido, del que hasta ahora no habíamos tratado en nuestra investigación de los actos fallidos, vendrá a constituir el punto más importante de la misma y acaparará todo nuestro interés, retrayéndolo de otros extremos”. (Ob. cit., p. 52).

 

Para Freud, entonces, los actos fallidos “No son casualidades, sino importantes actos psíquicos que tienen su sentido y deben su génesis a la acción conjunta o quizá, mejor dicho, a la oposición de dos intenciones diferentes”. (Ob. cit. p. 60).

Y prosigue:

“Entre vuestras interrogaciones encuentro particularmente interesante la que se refiere a cómo es posible fijar las dos tendencias interferentes”. (Ob. cit., p- 64).

Entonces concluye que

“Una de estas tendencias, la perturbada, es indudablemente conocida por el sujeto de la función fallida”. (Ob. cit., p. 64. La negrilla es mía).

 

Más adelante, Freud puntualiza cómo opera la equivocación oral, anotando que

la tendencia de que se trata se encuentra reprimida, y como la persona que habla se ha decidido a no dejarla surgir en su discurso, incurre en la equivocación; esto es, la tendencia reprimida se manifiesta a pesar del sujeto, sea modificando la expresión de la intención por él aceptada, sea confundiéndose con ella o tomando su puesto. Tal es el mecanismo de la equivocación oral”. (Ob. cit., p. 84. Las cursivas son del texto).

Y remata diciendo que

la represión de la intención de decir alguna cosa constituye la condición indispensable de la equivocación oral“. (Ob. cit., p. 84. Las cursivas son del texto).

 

Marco Tulio Hernández fue, pues, el anónimo hombre puesto a figurar (con un apellido ajeno) como padre de José A. Morales sin serlo, para cubrir el nombre del verdadero padre, que era un personaje público, acaudalado e importante, pero —lo más grave de todo— casado por la Iglesia, tal y como lo averiguó el periodista Puno Ardila Amaya.

Esa apresurada y burda alteración de la verdad solo podía conducir al apresurado y burdo tachón con estilógrafo con que se pretendió enmendar el lapsus que afloró al momento de sentar el documento.

Era obvio, no obstante, que la gente del pequeño pueblo del Socorro, que sí conocía de cerca aquel entorno social, cultural, económico, político y religioso, vale decir, el entorno donde en 1913 nació el bebé al que se le dio el nombre de José Alejandro, sacara a la luz cuál había sido la verdad que se quiso ocultar, pues allí todo el mundo conocía al doctor Espíritu Santo Morales, a su esposa, su hogar, sus andanzas extramatrimoniales, como conocía a su personal de criados y criadas, sabía de la atracción física que le despertó una de ellas, Dolores López, supo del embarazo de esta, de su despido de la casa del hombre pudiente que la había embarazado, de la adquisición por parte de este del inmueble donde ella se pasó a vivir, de si las relaciones habían sido meramente casuales o si, por el contrario, hubo un concubinato, y de en qué momento Dolores López abandonó el Socorro con su niño con rumbo a Bogotá.

No puede decirse, entonces, que el José Alejandro López bautizado en Tocaima en 1910 sea el compositor José A. Morales, ni que Dolores López la madre que bautizó a su hijo en Tocaima en 1910 sea Dolores López la madre de José A. Morales, por las siguientes razones:

i.) Porque lo único que existe como identificación de la madre que sentó aquel registro civil es un nombre y un apellido (Dolores López) que bien pueden corresponder a otras personas, igual que con el caso de Oscar Gómez, referido al comienzo;

ii.) Porque cuando bautizaron al tal José Alejandro López en Tocaima, al compositor José Alejandro Morales López, de acuerdo con su cédula de ciudadanía, todavía le faltaban tres años por nacer;

iii.) Porque la aseveración de que el “esposo” de Dolores López, la del Socorro, era Marco Tulio Morales se cae por su base, pues Marco Tulio era de apellido HERNÁNDEZ, como quedó al descubierto con el evidente lapsus en que se incurrió al sentar el documento, error que se descubrió después, al darse cuenta de que siendo “MORALES” el apellido del titular del documento era obvio que su papá no podía apellidarse “HERNÁNDEZ”, no obstante lo cual el interesado en corregirlo—quien quiera que haya sido— no se atrevió a pedirle la corrección a la autoridad, como era lo obvio, sino que con un estilógrafo tachó el apellido “HERNÁNDEZ” y anotó encima el apellido “MORALES”, lo cual no cambia en absoluto el contenido del documento.

 

Don Jaime Rico Salazar elabora un relato a punta de suposiciones, empleando, como se observa en el libro y en su carta, de manera reiterada, el adverbio “seguramente“. Dice, entonces, que “seguramente” Dolores López —la que bautizó a su hijo José Alejandro en Tocaima en 1910— estaba peleada con Marco Tulio, el papá de la criatura, y que “seguramente” debido a ello solo informó el nombre de la madre y ocultó el del padre. Como se observa, son meras especulaciones del autor carentes del más mínimo respaldo.

El periodista Puno Ardila Amaya en su investigación encontró que el padre del compositor era el reconocido abogado penalista Espíritu Santo Morales, un hombre casado y pudiente, que había embarazado a una empleada suya de nombre Dolores López —que evidentemente no es la misma Dolores López de Tocaima, a menos que se piense que la misma mujer tuvo un José Alejandro en Tocaima en 1910 y otro José Alejandro en el Socorro en 1913—.

Más adelante veremos en qué consiste la “posesión notoria del estado de hijo natural”.

La conclusión del maestro Ardila Amaya encaja perfectamente en el contexto social, religioso y jurídico de la época.

En efecto, el Código Civil de Colombia, redactado al igual que el de Chile y el de Venezuela por don Andrés Bello, despreciaba a los hijos engendrados por un hombre casado fuera de su matrimonio calificándolos con la peyorativa expresión de “hijos de dañado y punible ayuntamiento”, al igual que lo hacía con los hijos incestuosos, expresión que solo muchos años después fue eliminada del ordenamiento jurídico colombiano. (Hoy en día se les llama simplemente “hijos extramatrimoniales”).

Ello permite entrever en qué nivel de estima se tenía socialmente a esos hijos.

Que sea la Corte Constitucional de Colombia la que haga la síntesis histórica de lo que fue aquella época oscura y difícil, en la que estos niños eran víctimas de la discriminación social:

“El proceso que condujo a la igualdad de los hijos legítimos y extramatrimoniales en Colombia, comenzó con la ley 45 de 1936 y culminó al dictarse la ley 29 de 1982.

El artículo 52 del Código Civil clasificaba los hijos ilegítimos en naturales y de dañado y punible ayuntamiento, que a su vez podían ser adulterinos o incestuosos. La denominación de ilegítimos era genérica, pues, comprendía todos los que no eran legítimos. Pero, además, el artículo 58 llamaba espurios los hijos de dañado y punible ayuntamiento; y el 57 denominaba simplemente ilegítimo al hijo natural o al espurio a quien faltaba el reconocimiento por parte del padre o de la madre.

Esta clasificación era tan degradante y contraria a la dignidad humana, que el hijo natural, es decir, el “nacido de padres que al tiempo de la concepción no estaban casados entre sí“, reconocido o declarado tal “con arreglo a la ley”, era un verdadero privilegiado en relación con las otras categorías de ilegítimos. Basta recordar que los hijos nacidos fuera de matrimonio solamente podían ser reconocidos por sus padres o por uno de ellos, cuando no eran de dañado y punible ayuntamiento, según el texto del artículo 54 de la ley 153 de 1887.

Aún en el siglo XIX, la discriminación era un mal de la época, que se manifestaba a pesar de las declaraciones de principios. Así, los franceses que habían consagrado en el artículo primero de la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” el principio según el cual “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, mantuvieron vigentes en el Código Napoleón normas injustas cuyo rigor solamente se atemperó en este siglo. Por ejemplo, el artículo 335 que prohibía el reconocimiento “de los hijos nacidos de un comercio incestuoso o adulterino”.

Pero el trato inequitativo no se quedaba en las palabras. En tratándose de la sucesión por causa de muerte el hijo natural, privilegiado como ya se vió, soportaba un régimen aberrante: según el artículo 1045 del Código Civil, reformado por el 86 de la ley 153 de 1887, cuando en la sucesión intestada concurrían hijos legítimos y naturales, la herencia se dividía en cinco (5) partes, cuatro (4) para los legítimos y una (1) para todos los naturales.

A partir de 1930, el ímpetu transformador de la República Liberal se plasma en leyes en favor de quienes han sido tradicionalmente desprotegidos, como la mujer, los hijos no legítimos y los trabajadores campesinos: leyes como la 28 de 1932, 45 y 200 de 1936, son un salto formidable en el proceso hacia una sociedad igualitaria.

La ley 45 de 1936 cambia la situación de los hijos naturales: establece la patria potestad sobre ellos, que el Código no permitía; permite el reconocimiento como naturales de los hijos adulterinos; y mejora la participación sucesoral del hijo natural en la sucesión intestada, al asignarle la mitad de lo que corresponde a uno legítimo.

Viene luego la Ley 75 de 1968 que modifica la ley 45 de 1936, al establecer la presunción legal de paternidad natural y dictar normas en defensa de la mujer, los hijos menores y la familia.

Después, el decreto ley 2820 de 1974 introduce reformas en la institución de la patria potestad, en beneficio de la mujer y de los hijos naturales.

Finalmente, el artículo 1o. de la ley 29 de 1982, consagra la igualdad no sólo entre los hijos legítimos y los naturales, sino entre unos y otros y los adoptivos: “Los hijos son legítimos, extramatrimoniales y adoptivos y tendrán iguales derechos y obligaciones”. Desaparecen así todas las desigualdades por razón del nacimiento: en adelante, en tratándose de derechos y obligaciones habrá solamente hijos, diferentes solamente en sus denominaciones de legítimos, extramatrimoniales y adoptivos.

(…) Consecuencias de la ley 29 de 1982.

La ley 29 de 1982 no solamente consagró la igualdad entre los hijos, en general, sino que modificó expresamente normas del Código Civil que establecían un trato desigual en materia sucesoral. Por ejemplo, el artículo 1043 que limitaba la representación a la descendencia legítima; el 1045 que establece el primer orden sucesoral; el artículo 50, según el cual, ahora, “La sucesión del hijo extramatrimonial se rige por las mismas reglas que la del causante legítimo”; el 1240 que define quienes son legitimarios.

Pero, los efectos de la ley no se limitan a la derogación expresa de unas normas. Hay que entender que el artículo primero ha derogado o modificado tácitamente las que le son contrarias. Algunas de ellas son estas: el artículo 52, que llamaba “naturales” los que ahora se denominan hijos extramatrimoniales; el 53 que trataba de los padres “ilegítimos” y “naturales”; el 61 que fija el orden en que debe oírse a los parientes; el 465 que señala los tutores y curadores exceptuados de la obligación de prestar fianza. Esto, sencillamente, porque la derogación de una ley “es tácita cuando la nueva ley contiene disposiciones que no pueden conciliarse con las de la ley anterior”, según el artículo 71 del C.C.

En conclusión: la igualdad entre los hijos legítimos, extramatrimoniales y adoptivos no puede conciliarse con norma alguna, anterior, que establezca discriminación en contra de una cualquiera de estas clases de hijos.

Lo anterior implica que el inciso tercero del artículo 10o. de la ley 75 de 1968, fue modificado por el artículo 1o. de la ley 29 de 1982 que eliminó la restricción que implicaba la calificación de “legítimos” que se daba a los descendientes. El inciso, en consecuencia, debe leerse así, a partir de la vigencia de la ley 29: “Fallecido el hijo, la acción de filiación extramatrimonial corresponde a sus descendientes y a sus ascendientes”.

Es claro, en consecuencia, que nada se opone a que fallecido el hijo, la acción de filiación extramatrimonial se ejerza por su hijo adoptivo, de la misma manera que se ejerce por el hijo extramatrimonial y por el hijo legítimo.

El inciso 6o. del artículo 42 de la Constitución, según el cual “los hijos habidos en el matrimonio o fuera de él, adoptados o procreados naturalmente o con asistencia científica, tienen iguales derechos y deberes”, no modificó la legislación civil: apenas ratificó el principio de igualdad consagrado por el artículo 1o. de la ley 29 de 1982. Dicho en otros términos: la Constitución, que según el artículo 9o. de la ley 153 de 1887 “es ley reformatoria y derogatoria de la legislación preexistente”, no derogó ni reformó el inciso tercero del artículo 10o. de la ley 75 de 1968, inciso que ya había sido reformado por el artículo 1o. de la ley 29 de 1982″, toda vez que sus disposiciones no le son contrarias.

No hay, pues, lugar a declarar la inexequibilidad de la norma demandada, inexequibilidad que no sería procedente a la luz del texto del artículo 9o. de la ley 153 de 1887, en caso de existir la supuesta contradicción; y tampoco es posible declarar que la Constitución ha derogado o reformado la disposición de que se trata, pues, como se explicó, la reforma de la ley 29 de 1982 se anticipó a la Constitución de 1991″. (Corte Constitucional de Colombia, sentencia No. C-047 de 1994, Expediente D-356, Magistrado Ponente: Dr. Jorge Arango Mejía).

 

Pero a esos niños no solo los discriminaba el Código Civil. La Iglesia no se quedaba atrás. Celosa de la importancia y trascendencia del matrimonio eclesiástico como pilar fundamental de la familia, no trataba precisamente con amabilidad a esos hijos “de dañado y punible ayuntamiento” o “espurios”. Los curas párrocos entendían que no debían administrarles el bautismo, y el padre o la madre (generalmente esta) tenía que acudir ante el obispo para obtener una dispensa, que no pocas veces era denegada. Esta situación se vivió hasta época muy reciente. Todavía en la agonía de los años 60 alguien muy cercano a mis afectos sufrió la humillación de que el obispo le negara su solicitud para poder bautizar a una hija que había engendrado ANTES de casarse. Si eso sucedía con hijos habidos ANTES del matrimonio, fácil es colegir lo difícil que era hacer lo propio con hijos habidos POR FUERA del matrimonio. La situación, medio siglo antes, en la década de los años 10 obviamente era peor.

Ello explica el por qué no existe la partida de bautizo de José A. Morales en el Socorro: porque o no lo bautizaron allí, pues dadas las condiciones sociales de su padre y de su progenitora y la postura hostil de la Iglesia, tuvieron que irlo a bautizar fuera del Socorro, o —y precisamente por dichas condiciones— fue bautizado prácticamente en la clandestinidad, o el bautismo se llevó a cabo años después del nacimiento, o simplemente no fue bautizado.

 

Ahora bien; todo documento público se presume auténtico y cierto en su contenido, de conformidad con la ley.

Así lo expresan los artículos 252 y 264 del Código de Procedimiento Civil:

Art. 252.- El documento público se presume auténtico, mientras no se compruebe lo contrario mediante tacha de falsedad”.

Art. 264.- Los documentos públicos hacen fe de su otorgamiento, de su fecha y de las declaraciones que en ellos haga el funcionario que los autoriza”.

Pues bien: la cédula de ciudadanía de José A. Morales, que por haber sido expedida por la Registraduría Nacional del Estado Civil en ejercicio de sus funciones es un documento público, dice, con una claridad que el agua envidiaría, que nació en el Socorro, por lo cual esa afirmación tiene pleno respaldo documental y jurídico, y no se trata, en consecuencia, de un mero referente sentimental.

Nosotros dimos por concluida la artificial discusión que se generó acerca del lugar de nacimiento de José A. Morales apoyados, precisamente, en lo que el propio don Jaime Rico Salazar escribió en su libro “La canción colombiana”. Copio fielmente el texto:

“(…) su cédula de ciudadanía (…) laminada. Ella sí dice la verdad. La conserva Jaime Llano González que fue su gran amigo y que lo acompañó hasta en sus últimos momentos, pero Jaime respeta el secreto de José A. y no quiere romperlo (…) La cédula de ciudadanía sería el único documento que lo podría confirmar”. (RICO SALAZAR, Jaime. La canción colombiana. Grupo Editorial Norma. Bogotá. 2004, p. 341. La negrilla es del texto).

Dado que la investigación del comunicador social Puno Ardila Amaya —en cuyo desarrollo entrevistó al maestro Jaime Llano González, y todos los oyentes que seguimos el decurso de aquella exposición, capítulo por capítulo, a través de la Emisora Cultural Luis Carlos Galán escuchamos al ilustre organista de Titiribí (Antioquia)— dio con la cédula de ciudadanía laminada de José A. Morales y comprobó que en ella decía claramente que su lugar de nacimiento era “Socorro – Stder“, resultaba obvio de toda obviedad que ya podíamos asegurar lo que aseguramos. Lo que no imaginamos fue que el mismo autor que en su libro había escrito que el único documento que revelaría la verdad sería la cédula de ciudadanía laminada, pero que dicho documento lo conservaba el maestro Jaime Llano González, cuando el periodista Puno Ardila Amaya salvó el obstáculo y la consiguió, gracias a su investigación, y divulgó su texto al aire, y nosotros nos limitamos en este portal a contar lo sucedido, tampoco aceptara la cédula de ciudadanía laminada como prueba definitiva, a pesar de que fue él mismo quien le dio ese carácter en su obra.

Dice don Jaime Rico Salazar que la historia solamente se puede reconstruir con documentos. Con todo respeto, pero disentimos de esa aseveración. Si ella fuera cierta, jamás se habría podido saber que Homero fue el autor de la Ilíada y la Odisea. Y es que además de los documentos existen otras valiosas fuentes de la historia. Por lo demás, “documentos” no son solo “papeles”.

 

Pero, a todas estas, ¿qué dice el principal protagonista? ¿Qué dice José A. Morales?

En su vals “Pueblito viejo”, claramente escribió: “Quiero, pueblito viejo, morir aquí en tu suelo, bajo la luz del cielo que un día me vio nacer“.

¿Y a cuál “pueblito viejo” “que un día me vio nacer” se refiere?

En numerosas oportunidades, José A. Morales precisó que la canción se la había compuesto al Socorro. Hay incluso una carta dirigida al Concejo Municipal del Socorro en la que el conspicuo músico, poeta y trovador refutó la aseveración que se acababa de hacer en una publicación oficial de la Alcaldía de Girón en el sentido de que el famoso vals se lo había compuesto a este municipio; dijo que Girón también se lo merecía, pero que, en realidad, la canción la hizo pensando en el Socorro.

Pero no fue solo “Pueblito viejo”; también compuso “Bambuquito de mi tierra”, canción que comienza diciendo: “Bambuco de mi tierra santandereana“.

La sensibilidad y el romanticismo del maestro Morales no está en discusión; su evocación de la nostalgia, del pasado, del ayer que se fue, es constante en sus preciosas canciones.

Pues bien: no se entendería cómo un hombre con un alma tan sensible y esa carga nostálgica fuese a negar el pueblecito donde nació, a no componerle siquiera un renglón a Tocaima y a ni siquiera sugerir que era de allí.

 

De todos modos, el nacimiento es, en últimas, algo meramente circunstancial: se nace en un barco en alta mar, se nace en un avión que atraviesa el mundo, se nace en un país extraño durante unas vacaciones o por cualquier otra circunstancia. Hay, en efecto, colombianos por nacimiento que no han nacido en Colombia. No es sino leer la Constitución de Colombia para comprobarlo. Hagámoslo a través de la Corte Constitucional:

“En Colombia, la Constitución de 1991, al igual que lo había hecho la de 1886, adopta esta fórmula en los siguientes términos:

“Artículo 96. Son nacionales colombianos:

“1. Por nacimiento:

“a) Los naturales de Colombia, con una de dos condiciones:

“que el padre o la madre hayan sido naturales o nacionales colombianos o que, siendo hijos de extranjeros, alguno de sus padres estuviere domiciliado en la República en el momento del nacimiento.

“b) Los hijos de padre o madre colombianos que hubieren nacido en tierra extranjera y luego se domiciliaren en la República.

“2. Por adopción:

“a) Los extranjeros que soliciten y obtengan carta de naturalización, de acuerdo con la ley, la cual establecerá los casos en los cuales se pierde la nacionalidad colombiana por adopción.

“b) Los latinoamericanos y del caribe por nacimiento domiciliados en Colombia, que con autorización del Gobierno y de acuerdo con la ley y el principio de reciprocidad, pidan ser inscritos como colombianos ante la municipalidad donde se establecieren.

“c) Los miembros de pueblos indígenas que comparten territorios fronterizos, con aplicación del principio de reciprocidad según tratados públicos.

“Ningún colombiano por nacimiento podrá ser privado de su nacionalidad.

“La calidad de nacional colombiano no se pierde por el hecho de adquirir otra nacionalidad. Los nacionales por adopción no estarán obligados a renunciar a su nacionalidad de origen o adopción.

“Quienes hayan renunciado a la nacionalidad colombiana podrán recobrarla con arreglo a la ley.” (Corte Constitucional, sentencia C-151/97 del 19 de marzo de 1997. Expediente D-1417. Magistrado Ponente: Dr. Vladimiro Naranjo Mesa).

José A. Morales nació en el Socorro, pero igual sería socorrano —y, por ende, santandereano— si hubiese nacido en el Polo Norte, o en el Africa, o en el Mar Mediterráneo. Fue siempre socorrano y fue siempre santandereano, y como tal se quedó viviendo a perpetuidad en el corazón de este pueblo que lo quiso y que ahora, cuando después de un prolongado silencio emergen nuevas generaciones de santandereanos que no están dispuestos a que les sigan hurtando su identidad cultural, hará que resucite y que sus canciones vuelvan a sonar en las montañas colombianas y en todos los hogares de esta Patria que tuvo en él a uno de sus más queridos representantes.

(CONTINUARÁ)

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5 respuestas a José A. Morales nació en el Socorro, no en Tocaima, ni en Guaduas, ni en ninguna otra parte [I]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Santander

  1. LUIS MARTINEZ-VILLALBA R. dijo:

    Espectacular, Doctor OSCAR HUMBERTO, Santandereano y colombiano de PURA CEPA. Felicitaciones por tan arduo trabajo y tan clara exposición.

    • Martha Cecilia Ramírez Vesga dijo:

      OBVIO QUE JOSE A. MORALES NACIÓ EN MI PUEBLO, SOCORRO-SANTANDER, Y SU ENTIERRO SE LLEVÓ A CABO EN EL CEMENTERIO DEL SOCORRO.

  2. MARIA RUTH DIAZ ENCISO dijo:

    Qué biennn…… aplausos, aplausos, aplausos, Dr. Oscar Humberto Gómez Gómez, por ese sentido de pertenencia y amor por su tierra y todo lo de ella. Así se hace una verdadera tarea de investigación, cuando el asunto amerita y se es responsable, como lo es usted….BENDECIDO… INFINITAMENTE…

  3. Víctor Suárez dijo:

    Doctor Oscar Humberto: felicitaciones por la investigación. Creo que está dicho todo sobre el tema. Pienso que nos asiste el compromiso, a los comunicadores sociales, de seguir defendiendo y promulgando la santandereanidad del maestro José A Morales. La investigación de Puno Ardila es muy buena, y usted le ha hecho un excelente análisis jurídico.

  4. Héctor Hernández Mateus dijo:

    Gracias por tan útil contenido de nuestra histórica jurisprudencia en lo civil.
    Y para que no vayan a existir dudas de mi tierra de nacimiento, después que muera, desde ya declaro: “nací en Málaga, municipio de García Rovira, departamento de Santander, mis padres Antonio y Lucrecia, profeso amor y respeto por todo lo de mi departamento, especialmente su historia, sus costumbres y su gente”.

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