EL EXILIADO (XI). Por Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Santander.

[En memoria de László Majthényi]

 

HOMBRE SOLITARIO

 

Despojado de todo: de su país, de su casa, de su familia, de sus bienes, de su nacionalidad, y hasta de su idioma —que ya no habría de hablar más con decenas, centenares y miles de compatriotas, en fin, con toda una nación, sino apenas con un solitario médico amigo que también salió de Hungría, pasó por España y vino a parar en estas ignotas tierras—, de lo único que László Majthényi Tamássy creyó que podía aferrarse, para no perder su identidad y todo cuanto había sido durante los tiempos irrepetibles de la nobleza húngara, fue, paradójicamente, de su viejo título nobiliario; del mismo añejo título de Barón que había alcanzado a heredar con orgullo, pero que los gobernantes comunistas de su país le habían eliminado en 1945, cuando todavía no acababan de disiparse los humos dejados por las llamaradas colosales de la Segunda Guerra Mundial.

Entonces, tomó la decisión novelesca de perpetuarlo insertándoselo a su nombre de pila y haciéndolo figurar en los nuevos documentos de identificación que tendría que hacerse expedir en un país suramericano donde casi nadie sabía que dichos títulos existían, y los pocos que los habían escuchado mencionar ignoraban su significado. Ello explica el por qué en su cédula de extranjería ya aparece como “Barón László Majthényi”.

Mas, como aquel exiliado renuente a que le quitaran el último vestigio de su nobleza sabía perfectamente que algún día él también se iría para siempre, ya no solo de Hungría, ni de Europa, sino del mundo, y que cuando eso sucediera aquel título derogado, documentado en papeles de un ignoto y remoto país extranjero, desaparecería igualmente sin dejar rastros, decidió anteponérselo al nombre de pila de sus hijos y tratar así de retardar la inexorable llegada del olvido.

Así que sus descendientes colombianos —quienes llegaron a su vida dentro del hogar que había formado con doña Ana Silvia Rangel— fueron, entonces, bautizados en las pilas de bienvenida de la Iglesia de sus mayores, como barones y baronesas, y lo mismo se hizo ante la precaria solemnidad de las apretujadas notarías donde el exiliado magiar sentó sus partidas de registro civil. De esta forma sus cuatro hijos —todos bumangueses—, Barón Cristóbal, nacido el 26 de agosto de 1960, Barón Antonio, nacido el 5 de mayo de 1962, Baronesa Carmen Rosa, nacida el 5 de agosto de 1963, y Baronesa Íngrid Consuelo, nacida el 29 de marzo de 1967, quedaron inscritos en la Registraduría Nacional del Estado Civil de Colombia con aquella dignidad nobiliaria que su padre no encontró de qué otra manera prolongar en el indolente, inexorable y laberíntico transcurrir de la historia.

 

EL BARÓN LÁSZLÓ MAJTHÉNYI A LA EDAD DE 67 AÑOS.

EL BARÓN LÁSZLÓ MAJTHÉNYI TAMÁSSY A LA EDAD DE 67 AÑOS.

 

Y es que el Barón Majthényi, después de trasegar por las selvas del Amazonas —donde una infidelidad de la mujer de un cacique lo hizo pensar que hasta allí llegaría su paso por este valle de lágrimas—, por la frontera con Venezuela y por Barbosa, la Puerta de Oro de Santander —donde, a excepción de Luis Alfredo, que vio la luz de la vida en Moniquirá / Boyacá el 27 de mayo de 1951, había dado a luz doña Ana Silvia Rangel a su primera prole, de la que formaban parte Ludivia, nacida el  14 de septiembre de 1945, y Rafael, nacido el 17 de marzo de 1948—, prosiguió su tempestuoso ciclo vital en la tierra de las cigarras, en aquel nuevo barrio oriental de Bucaramanga denominado Pan de Azúcar, fundado gracias a la fértil imaginación urbanizadora de don Armando Puyana.

Don László, como ya a la sazón se le decía por estos lares, vivía convencido cada vez más de que Hungría ya no escaparía de la férrea tenaza del marxismo estalinista y él, por lo tanto, cualquier día se iría de la vida terrena sin haber podido volver a mojarse las manos en las, según un vals de Johann Strauss, azules aguas del Danubio.

Su sabiduría, añejada como los buenos vinos en la cava de los años, de la adversidad y de la experiencia, se concretaba en frases sencillas de corte salomónico, que a su postrer pareja de amigos les generaban reflexiones profundas acerca del discurrir de las horas y la razón de ser de la existencia. En alguna ocasión, por ejemplo, le contaron a él sobre el agravio del que habían sido objeto por parte de algún Fulano o de alguna Zutana hostil. Don László, sin inmutarse, cortó las naturales tensiones del momento con su enseñanza aguda y puntual: “A uno —les dijo— no lo ofende quien quiere, sino quien puede“. Ese día ambos aprendieron que, en efecto, la ofensa solo tiene éxito si uno permite que lo tenga y que el agravio proveniente de quien para uno no vale la pena, sencillamente no puede ofenderlo.

En otra ocasión, el asunto era de un carácter similar, pero tenía que ver con la imposibilidad de que frente a la ofensa se hiciera justicia. Don László sentenció la cuestión con una vieja máxima de los árabes: “Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cortejo con el cadáver de tu enemigo”.

También enseñaba a reconocer los errores con la necesaria prontitud y buen ánimo. En alguna ocasión, cuando volaba a bordo de una avioneta sobre el Cañón del Chicamocha quiso hacer un chiste preguntando si el pueblo que se veía abajo era el mismo del que decían que solo producía cabras, putas y maricas”. “Yo soy de ahí, ingeniero”, dijo el piloto con un lastimero tono de nostalgia. Y agregó: “Uno quiere a su pueblo sea lo que sea”. Don László sintió una honda amargura por haber sido injusto. En seguida se inclinó hacia el piloto: “No me haga caso, capitán”, le dijo. “Yo no sé por qué hablo tantas estupideces. Ni siquiera conozco ese pueblo”.

Solía contar lo sucedido en un pueblo en cuya plaza principal funcionaba una fábrica de ponqués. El bobo del lugar insistía en que le regalaran un pedazo, pero siempre lo corrían. Un día se les confundieron los ingredientes y los ponqués quedaron con un sabor a agrio. Para evitar que los vieran tirando los ponqués a la basura, tuvieron la idea de regalárselos todos al bobo. “¡Hey, bobo, venga!”, lo llamaron. El personaje se acercó. “Llévese todos los ponqués, se los regalamos, son suyos”, le dijeron. “¿Todos, todos?”, preguntó el bobo. “¡Todos!”, le confirmaron. Entonces el bobo rechazó el regalo diciendo: “No, gracias, si fuera tan bueno no daban tanto”.

Exaltaba el valor económico que tenía el conocimiento. “El dueño de una fábrica —nos contaba— llamó a un mecánico porque cierta máquina no encendía y se requería con urgencia. El mecánico observó la máquina, pidió un alicate y giró alguna tuerca. De inmediato se sintió el poderoso rugido de la máquina prendida. “¿Cuánto le debo?”, preguntó el dueño de la fábrica. “Doscientos mil doscientos pesos”, respondió el mecánico. “¿Cuánto?”, exclamó el dueño con cara de asombro; “Doscientos mil doscientos pesos por apretar una tuerca?”. “No”, repuso el mecánico sin inmutarse; “Apretar la tuerca vale doscientos pesos; lo que vale doscientos mil pesos es el saber cuál tuerca era la que había que apretar”.

Era frecuente que se le viese salir de su hogar, atravesar la calzada con andar ligeramente encorvado —lo suficiente para disimular sus 1.80 de estatura— y entrar a la casa ubicada diagonal a la suya. La razón era simple: allí vivía su hijo Cristóbal, ya casado con la joven santandereana Iliana Blackburn. Para entonces, la primogénita de la joven pareja, la bebé Silvia Juliana Majthényi Blackburn, había pasado a llamarse “Sissi”, pero no porque con ello se hubiese querido evocar la memoria de la hermosa reina que tuvo Hungría, sino porque a su tía Nylse Blackburn se le ocurrió bautizarla con ese hipocorístico cuando la niña trataba de pronunciar su nombre superando el tartamudeo propio de los primeros años.

Don László iba a casa de su hijo no solo con la intención paternal de visitarlo, sino además con el claro e inocultable propósito de evitar que también dentro de su familia languideciera y muriera, al igual que estaba ocurriendo en el resto del planeta, el otrora hermoso hábito humano de conversar. Empero, era inevitable que en el curso de aquellas últimas pláticas hablara de su tierra, cada vez más remota y cada vez más hundida en el encanto irrepetible de los viejos recuerdos. Así que, mientras su hijo y su nuera se hallaban ausentes por razón de sus exigencias laborales, y mientras su nieta Sissi permanecía en su casa al cuidado de la solícita abuela paterna —la materna, doña Julia Moreno, una joven y hermosa poetisa clandestina llegada de las montañas que se tragó el perro andariego, precisamente ahí, en el mismo viejo hospital del Estado donde nacieron los cuatro Majthényi Rangel, ya había entregado, el 4 de junio de 1969, su alma al Gran Arquitecto del Universo, a ese Supremo Hacedor al cual le rezaba, ramo bendito en mano, durante las sobrecogedoras noches de tormenta—, Lászlo Majthényi Tammasy solía sentarse a contarle a su escaso auditorio anécdotas salpicadas de un humor fino, agudo e inteligente y a evocar inexorablemente los viejos tiempos en que su lejana e irrepetible Hungría era todavía un reino, y él un noble que no conocía aún los amargos sinsabores, ni las insufribles adversidades que trae consigo la pobreza.

En esas tertulias improvisadas, su novel y postrero amigo aprendió a conocerlo y descubrió, de una vez por todas, que ya era demasiado tarde para pretender que cambiara las perspectivas que tenía profundamente arraigadas respecto de los temas más candentes que desde tiempos inmemoriales habían separado a los hombres. Era fácil para él, abogado todavía joven y todavía ajeno a los golpes arteros del desencanto que trae consigo la injusticia, inferir que se trataba de un hombre formado en concepciones anticuadas, de corte monárquico, conservadoras tanto en política como en religión, y en cuyo entorno infantil se cultivaron sesgos culturales que jamás nadie hizo nada por cambiarle.

Ese novel y postrero amigo es quien ahora escribe estas deshilvanadas líneas tratando inútilmente con ellas de evitar que su memoria siga languideciendo y definitivamente muera.

Hoy, cuando él ya no está, cuando apenas tengo de él los referentes cada vez más difuminados de su recuerdo, me sorprendo, con inmensa satisfacción, de haber sido capaz de estimarlo a pesar de no coincidir con él prácticamente en nada. Nunca, en efecto, he apoyado la idea de que unos hombres sean de sangre azul y otros  de sangre plebeya, ni que el hambre tenga color político, ni que debamos perpetuar privilegios e ignominias; entiendo que el discurso comunista era convincente cuando emergió porque, ciertamente, había desempleo, discriminación social y amplios sectores condenados a vivir por siempre en la miseria; aún por estas calendas, sin embargo, se siguen publicando banalmente astronómicas fortunas y extravagantes lujos que contrastan con las imágenes de niños víctimas de inanición y de pueblos enteros pidiendo limosna; los fondos que deberían mejorar sustancialmente la satisfacción de las necesidades primarias de las naciones se despilfarran en medio de corruptelas de toda índole y el dolor de los más frágiles ya no pareciera conmover a nadie. Empero, hay que conceder que, de otro lado, los supuestos regímenes “humanistas” que nos predicaron el hermoso sueño de un mundo más justo terminaron siendo un fiasco. Y terminaron siéndolo porque el odio no puede generar sino más odio y la violencia más violencia. Se creyó ingenuamente que luego de arrasar con los enemigos a punta de pelotones de fusilamiento, de mazmorras y de mordazas a la libre expresión de las ideas sobrevendría, como por arte de magia, un planeta cuyo decurso vital se afincaría en el progreso de todos a partir de la desaparición de la inequidad y de la injusticia. Pero a la caída de estos regímenes lo que siguió fue la comprobación elocuente de que detrás de ese discurso de igualdad lo que se había construido era una nueva casta dominante, arrogante y explotadora que mientras sumía a sus pueblos en el atraso y la necesidad, llenaba sus cofres con el mayor porcentaje del tesoro nacional. Para no citar sino un solo caso, ahí quedó el ejemplo triste de la Rumania de Nicolás Ceaucescu y su esposa Helena, ejecutados por la multitud indignada.  Con todo, ni el viejo exiliado húngaro ni su joven y novel amigo se pusieron nunca de acuerdo. Quizás, a manera de un apresurado resumen en retrospectiva, podría decir que el Barón László Majthényi me posibilitó la incomparable experiencia de saber, por primera vez, con asombro y alegría, en qué consistía exactamente la invaluable virtud de la tolerancia recíproca.

 

Carlo Carrá (Italia, 1881 - 1966) // LOS JINETES DEL APOCALIPSIS.

Carlo Carrá (Italia, 1881 – 1966) // LOS JINETES DEL APOCALIPSIS.

 

El año 1989 llegó a Colombia trayendo consigo no solo los cuatro jinetes del Apocalipsis juntos, sino también las diez plagas de Egipto y hasta la gran ramera de Babilonia. Todas las mañanas de aquel año de tragedia y espeluzno nacional, la radio cortaba la transmisión para dar la noticia de última hora, siempre empapada con la sangre de colombianos inocentes, que simplemente se encontraban haciendo compras en el centro comercial que había explotado o que intentaron, con la fragilidad de una pluma y una libreta de apuntes, producir el sortilegio de que surgiera, por entre los fulgores de las metralletas homicidas, el tozudo pero cada vez más lejano verdor de la esperanza.

La razón de aquel estado de cosas era evidente, escueta y simple: un grupo de ambiciosos desalmados, que todo lo tenían, pero que querían tener más, sin respeto alguno por nada ni por nadie, sin ideas de redención para el país que los vio nacer y apenas soportados en la estulta prepotencia que da la posesión de un arma de fuego o de un explosivo frente al que no lo tiene, sumergían a la desdichada nación colombiana entre los gritos desgarrados y las lágrimas a torrentes de las viudas y los huérfanos del último carro-bomba o de la más reciente ráfaga homicida. El candidato a la presidencia de la república con mayor opción fue asesinado apenas acababa de subir a la tarima desde donde se dirigiría a sus multitudinarios seguidores y un avión de pasajeros inocentes fue derribado en pleno vuelo, en aquel año de vergüenza, con una facilidad que revelaba, al detective dueño de la capacidad investigativa más obtusa, que detrás de aquel dizque incontrolable caos había necesariamente complicidad oficial. Periódicos de larga tradición volaron en pedazos, en Medellín, en Bogotá, en Bucaramanga, por el solo sacrilegio de ejercer la libre expresión del pensamiento, pues para entonces la opinión ajena solo era libre si coincidía con los intereses de los más desalmados y desafiantes criminales. En medio de aquella zozobra, entre su pareja de amigos iba creciendo, de otro lado, la fuerza cósmica del amor, sentimiento que volvía a demostrar sus inveteradas calidades terapéuticas como el remedio universal más efectivo para enfrentar con éxito la sempiterna y nociva enfermedad de la violencia.

Contrario a lo que parecía ser evidente—una dramática evidencia que los noticiarios se encargaban de refrescar noche tras noche a medida que avanzaba aquel año de zozobra—, don László dejó desconcertados a sus dos postreros amigos cuando, en una de las premonitorias tertulias de aquellos días aciagos, estos concluyeron, ante la atroz violencia desatada, que definitivamente Colombia ahora sí estaba en guerra; de hecho, el Gobierno hacía referencia a ella como la guerra contra el narcotráfico. “Ustedes —dijo, mirando al suelo con sonrisa sarcástica— hablan de la guerra, pero ni siquiera saben qué es eso. No hablen de lo que no conocen. Ustedes no tienen idea de lo que es la guerra. Cuando uno no sabe nada de algo, lo mejor que debe hacer es quedarse callado“.

[CONTINUARÁ…]

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