Santanderísimo. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

Un lector de Vanguardia Liberal de nombre Antonio —quien, por la forma un tanto hostil como se refiere a nosotros, los santandereanos, probablemente no lo es— escribe, y Vanguardia Liberal se lo publica sin beneficio de inventario, lo siguiente:

“santandereanos (sic) son las personas mas (sic) egoistas (sic) y regionalistas de colombia (sic). Bajense (sic) de esa nube ante dios (sic) todos somos iguales esta (sic) obra trae progresom (sic) trabajo y muchas cosas mas (sic) para la region (sic), en colombia (sic) hay liberta (sic) de cultos (sic) cada quien es libre de ir a visitarlo es (sic) mas (sic) el nombre que se le dio no viola ningun (sic) derecho”.

Lo que, traducido a la lengua castellana, con la ortografía y la puntuación propia de ella, querría decir lo siguiente:

“Los santandereanos son las personas más egoístas y regionalistas de Colombia. Bájense de esa nube; ante Dios todos somos iguales. Esta obra trae progreso, trabajo y muchas cosas más para la región. En Colombia hay libertad de cultos; cada quien es libre de ir a visitarlo; es más : el nombre que se le dio no viola ningún derecho”.

Este fue uno de los tantos mensajes —no todos exentos de vulgaridad— que Vanguardia Liberal ha publicado a propósito de la sentencia de segunda instancia por medio de la cual el Tribunal Administrativo de Santander falló la acción popular elevada por unos ciudadanos contra la Gobernación de Santander por la obra del Cerro del Santísimo.

En síntesis, y hablando sin adornar la verdad, lo que sucedió fue lo siguiente: el gobernador de Santander (oriundo —dicho sea de paso, Antonio— no de aquí, sino del departamento costeño de Sucre) dispuso construir un parque llamado El Santísimo en los cerros orientales de Floridablanca y contrató a un artista de nombre Juan José Cobos para que elaborara un inmenso Cristo que dominara el cerro, al estilo del que existe en el cerro El Corcovado de Río de Janeiro en Brasil. Pero a los ateos y a los protestantes —no sé si aquí haya musulmanes o budistas— no les gustó la idea y, entonces, para echar atrás el proyecto, echaron mano de la Constitución de 1991, que estableció que Colombia es un Estado laico y, por ende, dineros oficiales no pueden destinarse a obras de carácter religioso. Al verse contra la pared, y dado que ya la Gobernación había hecho el desembolso para pagarle al artista, sus asesores jurídicos adujeron un argumento de esos que llaman peregrinos, que no convencía ni al gobernador, ni a ellos mismos, mucho menos al desconcertado escultor: el de que eso no era un Jesucristo —como el Cristo Redentor de la tierra de Pelé—, sino la representación de una deidad genérica (por lo visto, una deidad genérica muy parecida a Jesucristo, o al menos al Jesucristo al que nos acostumbró la iconografía católica). El rostro de la estatua —que a todos se nos parecía al del Sagrado Corazón de Morrorrico, pero mucho más grande— no sería, pues, el del Hijo del Hombre, sino el resultado de una mezcla entre el rostro de un persa, un griego y un egipcio. Lo que nadie explicó fue lo más obvio: ¿y qué hace por estas tierras alguien de Persia (que es como decir de Irán), o de Grecia, o de Egipto, convirtiéndose en figura representativa y referente obligado del turismo en Santander? ¿Qué tiene que ver un perfil griego, o persa, o egipcio, con el pueblo santandereano? ¿Se justifica un monumento de 33 metros de altura para terminar representando con él algo que nada tiene que ver con la identidad histórica y cultural de Santander?

Pero eso no fue todo. Como ya no podían decir que era Jesús, sino que les tocaba aseverar que era un personaje etéreo, o sea un personaje que quedara bien con católicos, protestantes, budistas, musulmanes, brahamanistas y ateos, es decir, que quedara bien con todo el mundo, y dado que tampoco podían afirmar que, entonces, era Juan Manuel Santos, optaron por sugerir que era “Zeus”, aunque con el agravante de que lo escribieron con “S”, o sea, “Seus” (o al menos así lo publicó, también sin beneficio de inventario, Vanguardia), a lo mejor para darle a Zaperoco más tema del que ya de por sí tiene para su columna. Y como, entonces, nadie entendía por qué si la gigantesca estatua no era la de Jesús, el parque que dicha estatua dominaba se llamaba El Santísimo, optaron por explicar que la palabra “Santísimo” no se refería a “Jesucristo en la Eucaristía” —que ha sido el significado de esa palabra desde que el idioma español andaba en calzoncillos de bebé, o sea en pañales— sino a “Santander…ísimo”, pero abreviado. O sea: “Santísimo” = “Santander…ísimo”.

El Tribunal —al igual que quienes, por fortuna, de niños no nos caímos de la hamaca— no se comió el cuento y dijo que esa estatua sí era de Jesús, que hasta incluso había sido averiguada la vida artística de Juan José Cobos y se había comprobado que era un escultor dedicado a esculpir obras religiosas (cosa que, dicho sea de paso, ahora es pecado mortal, y no da la respetabilidad social que daba en los tiempos de Miguel Ángel) y que , por consiguiente, la Gobernación había pagado con recursos públicos una obra religiosa católica; que aquí, en este Estado laico llamado Colombia —donde no se respeta a nadie, mucho menos a Dios, o algo que medio se relacione con él— (esto último lo estoy agregando yo, aclaro de una vez para evitar malentendidos) no se puede exaltar a ese tal Jesucristo con plata del Estado. Como consecuencia, ordenó que Panachi —que así se llama la entidad que construyó el parque— le devolviera a la Gobernación de Santander los tres mil y pico de millones que dio para esa obra. O para ese “matacho”, si repetimos uno de los vocablos con que fue designado el monumento en el cada vez más agresivo “foro” de Vanguardia.com.

Pero además de eso, ordenó que al parque se le diera otro nombre que no tuviera connotación religiosa. O sea, que aunque la obra sí era una representación escultórica de El Santísimo, o sea Jesucristo —debido a lo cual Panachi tenía que devolverle la plata a la Gobernación— , al parque que la misma presidía no se le podía llamar El Santísimo.

La Gobernación, entonces, reaccionó trayéndose al león con el cual asustaría al Tribunal, y a los demandantes, y a los santandereanos todos: nada más ni nada menos que al ex Fiscal Mario Iguarán Arana (Quien —dicho sea de paso, Antonio— tampoco es santandereano, sino de Buga, departamento del Valle del Cauca).

Dizque el doctor Iguarán va a recibir — o ya recibió — poder del gobernador para que presente una tutela contra el Tribunal.

Sobre eso no tenemos nada que decir, excepto sugerirle al doctor Iguarán que actualice sus conocimientos en materia de tutela contra providencias judiciales, porque en lo primero que dijo a los medios de una vez la embarró: dijo, en efecto, que el Tribunal había incurrido en una “vía de hecho”, cuando todos sabemos que ese concepto —el de la vía de hecho— fue superado por la jurisprudencia de la Corte Constitucional hace —como decían mis tías— los años de la mazamorra.

Con lo que no estamos de acuerdo es con que el doctor Iguarán —bastante amigo de los micrófonos, las cámaras y las páginas de los periódicos— venga a Santander a litigar a través de ellos y a sugerir que una tutela acerca de El Santísimo, o del Santanderísimo, es algo dificilísimo, complicadísimo, que requiere de estudios jurídicos sesudísimos y que, por ende, implica elevadísimos honorarios profesionales, cuando todos sabemos que una demanda de tutela la puede redactar hasta un niño de escuela y, de hecho, la Corte Constitucional ya advirtió que los niños pueden escribir sus tutelas a lápiz y mandarlas por correo sin necesidad de que los representen sus padres. En otras palabras, la tutela ni siquiera requiere de abogado (Decreto 2591 de noviembre 19 de 1991 por el cual se reglamenta la acción de tutela consagrada en el artículo 86 de la Constitución Política, artículo 10) .

No estamos de acuerdo tampoco con que el asesor jurídico de la Gobernación, un abogado de apellidos Céspedes Camacho (que apuesto a que es hermano del exdirector del INVIMA y de algún amigo sencillo que tuve una vez en la Licorera de Santander y con el cual jugaba a descifrar jeroglíficos) anuncie en la prensa que no va a acatar el fallo, y que no lo va a acatar porque al Tribunal va a meterle una tutela. ¿Quién dijo que el simple hecho de presentar una tutela contra un fallo judicial en firme paraliza de una vez la obligación que tienen los funcionarios públicos de darle estricto cumplimiento? Hasta donde entiendo, desacatar un fallo judicial constituye una falta disciplinaria gravísima sancionable con destitución, y si así no es, se está demorando el Congreso en hacer que lo sea, porque la supervivencia del Estado de Derecho se edifica sobre el respeto y cumplimiento de las sentencias judiciales por parte de las autoridades y de los particulares.

Pero, en fin, volviendo al tema del principio, el del egoísmo y el regionalismo de los santandereanos, del primero —del egoísmo— no hablamos, porque indudablemente los santandereanos somos egoístas, qué le vamos a hacer.

Pero, ¿regionalismo? ¿Regionalistas los santandereanos?

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¡Hasta ganas!

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